Sesión de las 7:45

Las palomitas saladas son, a mi parecer, mucho mejores que las dulces. Me encanta cuando sales del cine y es un miércoles por la noche y tienes los labios casi cristalizados de la sal. Me encanta haber elegido ir contigo los miércoles porque resultaba haber un descuento y andar después por la calle mientras me sujeto los brazos del frío y preguntarte si has guardado la botella de agua que había comprado en el bar del cine. La película era malísima, ni si quiera de las de bajo presupuesto, sino las de alto presupuesto y guionaje barato. Las sesiones de los miércoles suelen ser asi.
Recuerdo hará dos semanas que me acompañaste hasta el portal de casa para escucharme discutir acerca de por qué los movimientos cutres de la cámara habían devaluado la calidad de la película. Con regularidad siento que no sigues el hilo de lo que te explico, pero sonríes tanto cuando intento hacerte seguirlo que no puedo evitarlo.
Entraré a casa después de despedirme y solo tras haber acordado qué película veremos el miércoles que viene.
Casi siento en mi respirar lo mucho que han cambiado las cosas. Crear rutina siempre es curioso. No por la rutina en sí, sino porque parece favorecer que olvides qué hacías con tu tiempo antes de esta. Recuerdo la tristeza que conlleva el otoño, pero no sabría decirte a qué hora solía salir de casa para ir corriendo a pillar el bus el otoño pasado. Llevo la misma chaqueta que llevaba entonces y bebo el mismo té, pero ahora es como si se tratase de otra persona haciendo estas cosas.
A modo de rutina, los domingos he estado yendo al mercadillo de por la mañana. Tú nunca puedes venir porque sueles haber marchado a casa para ver a tu madre. Compra muchos anillos bonitos, me dices, sabiendo que es lo que haré. Barajaré postales similares a las de la semana pasada y te enviaré fotos de algún texto redactado por un francés enamorado. Todavía recuerdo tener clases de francés a primera hora los martes el curso pasado.
Sé que para cuando me haya dado cuenta será el martes por la mañana: los lunes tengo las clases más simples y se pasa volando. Los martes siempre encuentro la manera de dormirme y tener que despertarme de mala manera para tener que hacer todo lo que tengo que hacer. Paseo por el barrio en busca de una tienda donde comprar una nueva cafetera porque la que tenía en el piso se rompió hace unos días. A estas alturas del año las calles están húmedas y huele a castañas hechas por señores con bigotes densos, y, si te concentras mucho, quizás puedas ver a alguien por la calle de cuyos cascos ya sale música navideña.
Siento un espíritu raro, una devoción al frío, una prisa que no me detiene de pensar en cómo parece que mi vida suena como un acordeón.
Mañana, cuando esté en la cola del bar del cine poco antes del comienzo de la sesión de las 7:45, me giraré inquieta hacia la puerta y te veré buscarme desde las taquillas y por mucho que me sienta capaz de gritarte por haberme hecho esperar otra vez, me sonríes con tanta efusividad que no parece que la falta de puntualidad sea para tanto.
Cogeré mis palomitas saladas y tus palomitas dulces y me sentaré contigo en las butacas 14 y 15 de la fila 7, y veremos nuestra película semanal. Saldremos del cine más encogidos de frío que hace una semana y con un poco menos de sed. Oleremos las castañas en la esquina, te enseñaré el anillo nuevo que estoy estrenando y te explicaré lo difícil de usar que es la cafetera que compré ayer. Tú me hablarás sobre qué habéis aprendido en las prácticas de esta semana y a pesar de estar increíblemente perdida, tú tratarás de que siga el hilo de la explicación. Me acompañarás al portal y me darás un abrazo, subiré al piso para encontrarme la cafetera desparramada por la encimera y un puñado de naranjas bonitas a su lado. Sonreiré porque creo poder volver a ver la pureza de las cosas otra vez.
