Sonrisa de dientes

Vivo en una ciudad lejana, en un décimo piso con ascensor averiado.
Las zonas comunes del edificio huelen a limpiasuelos y pintura fresca.
Nosotras tenemos un piso tan pequeño como un abrazo, una plantación de rosales en la azotea y bizcocho de limón en la nevera.
Tenemos carretes en los cajones y una colección de películas antiguas en el salón. Los sofás de cuero en él los destinamos a los descansos puntuales y a ver las noticias, que rara vez soy capaz de seguir.
Tenemos tres gatos con nombre y apellido que descansan al lado de la estufa del baño, lleno de baldosas verde esmeralda.
La terraza, cuya mesa huele a té de menta, la reservamos únicamente para ver el amanecer y el atardecer.
Las paredes son finas, se escucha la radio de las vecinas de la derecha, los cuchicheos de las de la izquierda y los pasos de los de arriba. Desde nuestro piso se aprecia la melodía de un disco de jazz en vinilo.
Los domingos por la mañana hacemos como que jugamos al ajedrez y los miércoles empleamos una hora para comentar series. Los lunes probamos a hacer recetas nuevas y a compartir los resultados con las vecinas de la izquierda.
Ahora mismo estamos en mi habitación. Estoy sentada sobre mi silla giratoria mientras escribo en el ordenador, apoyado en mi escritorio. Frunzo el ceño y torno sobre mí misma. Veo a Natalia sentada al lado del radiador haciendo dibujos de los gatos en su cuaderno y le sonrío.
Nats, mira a ver este texto qué te parece.
Me sonríe de vuelta.
